viernes, 13 de noviembre de 2009

BALAS INVISIBLES

¿Grupos de limpieza social? ¿Paramilitares? ¿Águilas Negras? ¿Bandidos que se creen con el poder de hacer justicia con sus manos? Como se quieran denominar. Todo mundo sabe que este país está vuelto mierda, pero lo último que necesitamos es más violencia, más balas, más muerte, más llanto…

La Ceja, Antioquia. 31 de agosto de 2009.

Era un lunes como cualquier otro. Los niños salían a estudiar; iba gente a la iglesia a pedirle al fantasma de Jesús por la paz del mundo o favores personales; las personas iban a sus trabajos y el tránsito de las calles era igual al de cualquier lunes en La Ceja. A pesar de ser un día como cualquiera, ese lunes me iba a encontrar frente a frente con la muerte y con la realidad disfrazada de nuestra “hermosa patria”.
Ese día dejé de existir para el mundo, me volví un ser invisible porque me despojaron de la prueba de que existo en este país, mis documentos. Ahora soy un ser que deambula por las calles sin nombre, tipo de sangre, nacionalidad, seguro médico ni estudio alguno; ¿Hasta cuando? Hasta que tenga el dinero para poner el denuncio por la pérdida de papeles, pues denunciar un atraco debe ser en contra de alguien en particular, así que no hay de otra que resignarse a denunciar un “extravío de documentos”.
Pasadas las cinco de la tarde, terminé un parcial de investigación. Sentía un enorme cansancio, estrés y agotamiento, aparte por una mala noticia que había recibido en las horas de la mañana. Una invitación a acampar que me hizo un amigo de la universidad me motivó y me llevó a pensar que iba a poder distraerme y relajarme de todo el cansancio acumulado durante estos días de estudio.
(Omitamos el recorrido) Eran al rededor de las diez de las noche. En el lugar conocido como “El campito de golf” cerca de la antigua Casa Blanca, las llamas de una fogata y la luz de la luna creciente, danzaban al ritmo de música reggae. Una garrafa de vino de cuatro mil refrescaba nuestras gargantas y humedecía nuestras bocas; El cielo se nublaba por momentos con el humo del fuego y el cigarrillo, mientras nos reíamos de las locuras de South Park. En medio de la conversación y la distracción escuchamos unas voces y sólo se veían unas siluetas que nos rodearon y nos apuntaban con revólveres y fusiles.
-¡Quietos hijueputas! Al suelo, al suelo… ¡Que al suelo les dije!
Sonaron dos disparos y todos nos tiramos de bruces al pasto. Uno de los muchachos del campamento había ido con su perrita Zasha. Toda la noche había estado inquieta y antes de que nos rodearan empezó a ladrar; ya los había sentido.
-¡Matá a esa hijueputa perra!-gritó uno de los encapuchados o lo que fueran.
Otro disparo silenció los ladridos de Zasha y en el ambiente sólo había un aire de muerte.
Eran cuatro o cinco hombres con pañoletas a media cara, de ropa oscura, acento costeño campesino marcado y jerga militar. No se identificaron.
-Mire mi lanza, estos son los ladroncitos. Estos son lo que se mantienen robando las casas.
-Claro lanza, matemos a todas estas gonorreas. Por allí treinta y cinco, aquí otros ocho; todos los días hay masacres, una más no importa.
¿Qué piensa uno cuando tiene la muerte a su espalda? Toda la vida pasa como una película por la cabeza en cuestión de segundos.
-¿Qué están haciendo por acá? ¿Dónde tienen lo que se robaron?-preguntaban entre golpes y cachazos a los que estábamos en el suelo.
-¿Qué hacemos mi teniente?
-¡Requíselos a todos! Quítenles los celulares para que no llamen a nadie.
Nos requisaron hasta el último bolsillo. Sacaron nuestros bolsos de la carpa y los esculcaron completamente. Nos despojaron de celulares, candelas, bolsos, billeteras…
- Yo tengo ganas de matar. Estoy enamorado de éste-decía uno de ellos haciendo alusión a uno de mis amigos-.Qué dice mi teniente…
- Dale, yo te lo regalo…
Lo único que alcanzaba a escuchar eran golpes y gritos. Esperaba con impotencia y rabia el retumbar del disparo que le quitaría la vida a uno de nosotros. Si mataban a uno nos mataban a todos.
-Me van a mostrar ya lo que estaban estallando. ¿Están armados? Algo estaban estallando; por eso nos llamaron de las fincas.
-¡No me mirés!-gritaban, y golpeaban bruscamente a quien se atreviera a mover por lo menos un dedo.
-Mirá son puros gronchos. Estos son los que me mantienen jodiendo en el pueblo.
-Claro mi lanza. ¡Si les encontramos algo robado los matamos! A mi me da la misma, hoy tengo ganas es de matar.
Esa fue una esperanza. Habían acabado de condicionar nuestra muerte, que parecía inminente. “Si les encontramos algo robado los matamos”, ninguno de nosotros era un ladrón. Lo que teníamos de comer lo habíamos llevado de nuestras casas, lo mismo que la carpa que era de uno de los muchachos, y el resto de cosas eran objetos personales.
-Mirá lanza, tienen cuadernos. ¿Estaban robando?
La respuesta fue inmediata.
-No pana, eso es de la universidad. Somos estudiantes, el carné está en la billetera-dijo uno de los que estábamos en el suelo.
-¡Que va, eso debe ser robado!-decían. –Me van a decir sus nombres y cómo les dicen.
Nadie se atrevía a responder.
-¡Ve, ese está levantando la cabeza!
-¡Qué estás mirando hijueputa! ¡Es que no la crees!-gritaban, y de un cachazo le reventaron la cabeza al osado que la levantó porque las hormigas le caminaba por toda la cara.
-Metelo a la fogata-dijo uno de ellos-Acá tenemos bastante leña.
Un millón de pensamientos se me cruzaron y pasaban como destellos por mi mente. Pensaba en mi familia, en mi novia, en mis amigos, en el parcial que había presentado en la tarde, en el concierto del lanzamiento del demo de mi banda, en que “qué gonorrea morirme un lunes”,en los Simpsons -e imaginaba a Homero gritando “Ayúdame Jebús”-,en los titulares de las noticias del día siguiente y me lamentaba por las cosas que tenía en mi billetera: mi cédula, el carné universitario, el carné de la EPS, las boletas del concierto, la plata del demo, las fotos de mis amigos, familia y novia, algunas cartas y la figura número uno del álbum de chocolatinas. Sí, eran tantas cosas que se me confundían entre las que me causaban risa, tristeza, dolor y se mezclaban con todas las estupideces que invaden los pensamientos cuando la muerte te seduce y parece que te dijera al oído “Hoy sí te tocó”.
-Mandémoslos en pelota.-dijo uno de ellos, y aunque todos decían “Sí, hágale”, no nos quitaban la ropa.
- No-dijo otro de ellos-mejor mándelos sin cordones, haber si son capaces de correr.
-Déjeles los cordones –respondió el que los otros llamaban “teniente”-necesitamos es que corran.
Llevábamos alrededor de media hora en el suelo, besando la tierra. Cada segundo se hacía más eterno y desesperante. Ya no sabía si iba a morir o si iba a tener que correr desnudo por las calles de mi pueblo, con otros siete amigos.
-¿Quién armó la carpa?-preguntaron.
-¡Yo!-dijo una voz que sonaba entrecortada y como si estuviera a diez metros bajo tierra.
-¡Párese!, la va a desarmar rápido, guárdela como la trajeron que nos vamos a quedar con ella, y por cada minuto que se demore desarmándola es un amigo menos.
“¿Quién morirá primero?”-pensé. Igual no importaba, lo único que esperaba era la hora de estar tranquilo en mi casa, leyendo desprevenidamente, o en el cementerio, devorado lentamente por los gusanos.
De los cuarenta y cinco minutos que habíamos tardado en armar la carpa, sólo dos fueron necesarios para desarmarla. Sin embargo, los ocho seguíamos vivos. La vedad no sabía si alegrarme por estar vivo, porque pensaba que lo único que estaban haciendo era retrasar nuestra muerte.
-¿Por donde vinieron?-preguntaron a quien acababa de desarmar la carpa.
-Por allá-respondió él, señalándoles el camino.
-Entonces se me van a ir para el otro lado. Allá abajo cuadran con el patrón. Van a correr hacia donde está el tizón.
¿Cómo íbamos a saber nosotros hacia donde correr si no podíamos levantar las cabezas?
-Si no tienen nada que esconder les hacemos llegar los papeles a sus casas-dijo uno de ellos.
-En un bolso están todos sus celulares y sus billeteras, si los quieren se los van a ir a pedir al patrón en la finquita de allí abajo, la de la manguita.
¡Obvio! La finca de la manguita, estando boca abajo casi tragando tierra, veíamos la finca claramente. Como se nota todo lo que embrutece un arma entre las manos.
A cuatro de los muchachos les devolvieron las billeteras con sus documentos. A los demás no. Después de mucho rato en el que discutían si nos mataban, desnudaban o llamaban al patrón, se decidieron a dejarnos ir.
-Tiene dos minutos para correr y se me van a ir de a uno.
Cuando señalaron al primero se escuchaban sus pasos tan rápido que por un momento lo perdí. Cuando dijeron “Corran todos”, me paré y noté era el último en salir. Nos recibió una pendiente de unos setenta grados de inclinación por la que corrimos tan rápido que el alma se nos estaba quedando atrás. Cuando empezamos a correr dispararon un par de veces, quizás al aire. Nada nos detuvo en la huida; alambres de púas, charcos, pantanos… todo se volvió un adorno de la noche. Llegamos a una carretera que no sabíamos de donde era.
La escena era terrorífica. El viento soplaba helado. Ya no teníamos aire en los pulmones, todo se veía borroso; los perros de las fincas aledañas aullaban a la luna y unos caballos que habían en unas pesebreras relinchaban y pateaban las puertas como queriendo salir detrás de nosotros.
Llegamos a la carretera principal, la que conduce al municipio de El Retiro, después de la urbanización La Suiza. Nadie decía nada pero en las caras se veía la impotencia de quien es víctima de uno de los tantos actos delictivos de este país pero nada puede hacer. Al llegar a la entrada del barrio Las Acacias, nos dividimos, cuatro para una casa y cuatro para otra. Eran las once de la noche, pero esa noche se hizo realmente larga.
Al otro día, al llegar a mi casa, me sentía incompleto. Y no por el hecho de ya no tener el celular, la correa, el bolso y la billetera; me sentía una parte miserable e inaportante de este mundo insensato y malintencionado.
Las noticias de La Ceja nunca muestran algo así y por eso la comunidad no lo sabe; lo curioso es que muchas de las personas que se enteraron de este hecho, afirmaron que ese “monte”-como si no estuviera en plena zona urbana-es peligroso y que han visto personas raras, con ropas militares y armadas.
Muchas personas están al tanto de eso, sólo que nadie puede decir ni reclamar nada, por que siempre se corre el riesgo de ser silenciado. Además, lo que la actualidad demanda son los problemas con las redes del gas y las mil y una inspecciones que se están haciendo en los establecimientos públicos para evitar la presencia de menores en los sitios donde se expende licor. De eso se ocupan las noticias y los medios del municipio, por eso no hay espacio para que la opinión pública esté al tanto de estos acontecimientos.
Gracias señor alcalde; gracias por permitir una “seguridad privada” cuidando los intereses de los ricos y exponiendo la vida de los que no tenemos para pagar una. ¡Ah! quizá usted no lo sabía, por eso ha de ser que en esa zona nunca hay fuerza pública, ni policía ni ejército. Simples coincidencias, me imagino. Puede seguir preocupándose por el orden del pueblo con sus “eficientes policías” que se sientan en los locales a tomar cerveza, café o gaseosa en sus horas de “guardia”, mientras esos hombres misteriosos que nadie ve y que se ocultan en la noche, nos vigilan sigilosamente a nuestras espaldas. Como siempre, el poder lo tiene quien empuña un arma y mancha sus manos con sangre inocente. De no ser por nuestra apariencia, hubiéramos sido otros de los que ya hacen parte de las listas de falsos positivos. Si de verdad no lo sabía, reflexione sobre lo que está haciendo y cuál es la seguridad que le brinda al pueblo.
El último agradecimiento es para el señor presidente. Gracias por la seguridad del país, gracias por desplazar y disfrazar esas figuras de guerrilla y paramilitares y después darse un pantallazo al mundo pregonando la “gran gestión realizada” ¡Qué sería de este país sin usted! no sería mejor, pero sí podría ser menos peor.
Pero esta historia también tiene un final feliz. El martes primero de septiembre, en las horas de la mañana, Zasha llegó a su casa, herida, pero viva…

Eisen Hawer López Chica

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La misma Historia

La vida humana es tan frágil, tan miserable, tan efímera… No hace falta tener ochenta o noventa años para esperar la muerte; tampoco hace falta estar enfermo de gravedad; por más estúpido o risible que parezca, lo único que hace falta para morir, es estar vivo.
Relatar de nuevo esa historia, aparte de ser repetitivo, es doloroso. Ya los medios pasaron, hasta el hastío, por sus micrófonos, cámaras, y páginas, la tragedia de la familia Ortiz y la familia Jaramillo; Esa que fue también la tragedia del pueblo cejeño.
Pero a los medios se les olvidó mostrar algo. Ninguno presentó el dolor que yo estaba sintiendo por lo ocurrido, ni lo que tenía para decir. Todos los medios se olvidaron de mí y aún no me explico por qué. Ah, claro. Ha de ser porque asistí al velorio justo cuando no había cámaras buscando insensatamente el llanto y la tristeza de las personas; o quizá fue porque no soy alcalde ni concejal, y tampoco luzco corbata y gafas oscuras para disfrazar una tristeza que, igualmente, va a saltar de los lentes y se va a confundir con la tristeza ajena, la misma que todos sentíamos; o tal vez porque pasé casi cuatro días encerrado en mi habitación, llorando y tratando de asimilar la muerte de una amiga y de otros conocidos. A los medios se les olvidó mencionar que Paola era mi amiga.
La conocí hace aproximadamente tres años, por coincidencias de la vida, pues ambos solíamos ir a lo que se conoce como “El Oratorio”, en el colegio Salesianos. Nos hicimos buenos amigos, no sólo de sábados –que era los días que asistíamos al oratorio- yo también iba a su casa y me hice amigo de sus cuatro hermanitos (también fallecidos en el accidente) y entablé una buena relación con su papá Diego (igualmente fallecido) y su mamá Olga (única sobreviviente del accidente).
Por esas cosas que uno no logra comprender dejamos de vernos por un largo tiempo. Quizá ya a ninguno de los dos nos quedaba espacio por nuestros estudios y estábamos más dedicados a otras cosas. Nos veíamos ocasionalmente en las calles y nos saludábamos como dos conocidos. La última vez que hablé con ella, recuerdo que me abrazó, pero eso fue hace mucho.
Ni siquiera estaba enterado de sus planes religiosos en el futuro; tampoco sabía que era la personera de su colegio y mucho menos que ya no vivía en aquella casa del barrio El Paraíso, donde alguna vez me invitó a comer las ricas empanadas que hacía su mamá.
Ahora que no está, desempolvé un afiche que me había regalado, de esa muñeca (Pucca) que tanto odio y que dice “Por ti hago lo que sea”, y no he parado de ver la foto de mis grados en la que estoy con ella. No dejo de lamentarme y como siempre sucede, quisiera que estuviera viva para decirle muchas cosas, para robarle ese beso que nunca le robé porque era muy cobarde, a pesar de que sabía que ella quería. Es triste que todos esos instantes se vallan de un momento a otro. Son esas cosas que, como todo, tienen un principio pero que uno quisiera que no tuvieran un final.
A Paola no pude verla en su ataúd, ya que el cuerpo fue encontrado el mismo jueves, 18 de junio (según la emisora local Celeste estéreo. Los medios nacionales habían dado una información errada) día en el que estaba programado el entierro colectivo.
Tal vez ese ha sido uno de los motivos por el que aún no logro superarlo. Dicen que ver a los muertos es bueno para asimilar su partida. Yo me quedé con una última imagen suya, apenas unas horas antes de su muerte y después de más de medio año de no verla. Estaba ahí, parada en la esquina de la ye, como si esperara mi paso para decirme con una sonrisa “hola”, y con su mirada “adiós”.
Ahora que Paola se ha ido nuestra relación no ha cambiado mucho. No nos vemos, no hablamos… Pero lo que más me entristece es saber que, como ella, no somos ni valemos nada para el mundo. La vida humana puede significar mucho, pero a la vez se va en milésimas de segundo. Por ejemplo, en lo que tarda una camioneta en caer a un río.
El colegio Maria Josefa Marulanda, el mismo que fuera el templo de aprendizaje de Paola, Mateo y Sarita, ahora se llenaba con el frío de sus cadáveres y el de sus familiares, y la mirada de decenas de dolientes y curiosos que acudieron masivamente al velorio y al entierro.
Esa tarde La Ceja vivió un ambiente de Apocalipsis. El aire era denso, como si la tristeza pesara, literalmente. A pesar de la muchedumbre reunida en el parque principal y en la Basílica menor, era aterradora la sensación de soledad. Era imposible salir a las calles y no ver a la muerte, con su hábito negro y su Oz en la mano, caminando de un lado para otro, riéndose de ella misma y escuchando el eco que producían sus pasos en medio de la multitud.
Han sido días difíciles. Todos los canales de televisión mostraban la tragedia hasta tres veces al día. A eso se le suma la noticia de la madre que mató a su niño recién nacido, y salió llorando ante el mundo pidiendo que le devolvieran a su hijo. Ahora entiendo por qué en Colombia no hay superhéroes. Es que los superhéroes sólo luchan contra seres extraños, mutantes o extraterrestres: Duende Verde, Guazón, Lex Luthor, el como se llame hombre de arena enemigo de Spider Man… ninguno de ellos humano, al menos no completamente. Es que contra la maldad, el odio y el rencor humano, no hay nada que se pueda hacer. La humanidad está inminentemente condenada.
Aún así, hay gente que no pierde la fe. Olga Teresita Ramírez, después de sepultar a su esposo y a sus cinco hijos, dice estar tranquila. Cree que si dios no la dejó morir es porque aún tiene una misión que cumplir en este mundo y sigue manteniéndose firme, claro está, “gracias a dios”.
Pensar así, sí que es un acto de nobleza y resignación. Yo más bien pienso que lo que le pasa a doña Olga es una venganza ¿Por qué? No lo se. Quizá ella no tenga porqué estar pagando esa pena, pero ese dios vengativo descargó en ella toda la ira que sentía contra esta podrida humanidad. No encuentro otra explicación.
Una vez más, ese dios imaginario, ese que los humanos se han inventado –así como se inventaron al ratón Pérez y al conejo de pascua- se divierte a costa de nuestras lágrimas. El mismo dios al que doña Olga ora todas las noches para que le de valor y no desfallecer; Ese mismo que le arrebató a su familia y dejó morir a esas personas cuando se encaminaban a pagar una promesa por un favor que “él mismo” les había concedido. Cómo es que un dios que es todo amor y bondad permite algo así. Ah, perdón. Cómo culpar a dios, si la culpa fue de un tronco que había en medio de la carretera, y también de ésta por estar mojada. Dios sólo era un espectador silencioso y un testigo irrelevante de esta tragedia.
Sí, injustas y dolorosas ironías del destino. Pero la vida sigue; lastimosamente, lo creo a veces. Esta tragedia nos conmovió a todos. Lloramos unos días, pero en unos cuantos lo recordaremos como una historia más. Es duro, sí, pero cierto. Lo único que me consuela es saber que soy humano y que también he de morir algún día.
Eisen Hawer López Chica

La muerte también ama

“El amor es como un dolor de muelas”, o por lo menos lo era para Luís Tejada. Pero yo no creo que el amor sea como un dolor de muela, no sería suficiente definirlo así. ¿Qué podría ser peor que un dolor de muela? Tal vez un cólico menstrual, o una migraña, o una peladura en las encías justo encima de los dientes delanteros.
El amor es una combinación de las cosas más hermosas, deliciosas y placenteras, con las más horribles, asquerosas y dolorosas. El amor podría ser una barra de 2x2 metros de chocolate blanco, y podría ser un nacido en las posaderas; podría ser un inmenso jardín de rosas, violetas, girasoles y orquídeas, y podría ser un frívolo y tenebroso cementerio, abandonado, incluso, por sus propios muertos; podría ser reír hasta que nos duela el estómago, y podría ser llorar hasta que nos duela el alma… todos esos placeres y dolores son similares pero inferiores a los que causa el amor.
Pero quizá lo que más se parezca al amor sea un parto; el angustioso y muy eterno dolor de un parto. Claro que, obviamente, nunca seré madre ni tendré la desgracia de parir, pero por lo que sé, el dolor de un parto podría ser mayor que un dolor de muelas. Y qué mejor analogía que esa. Cuando una mujer queda embarazada, está feliz (la mayoría de las veces), disfruta de su embarazo cargando en su vientre y cuidando a quien será vida de su vida. Durante nueve meses todo son mimos y cuidados, pero se llega la hora del parto. La felicidad que debería sentir la madre es empañada por el intenso dolor que le produce la criatura que está apunto de salir de su cuerpo. Después de dar a luz, la madre está feliz de nuevo y, probablemente, su dolor ha pasado.
Así es el amor. Cuando alguien se enamora está feliz. Siente que esa otra persona es parte, no sólo de su vida, sino también de su cuerpo; ambos son un solo ser. Cuando se está en la etapa del enamoramiento, todo son mimos y cuidados, besos y caricias, palabras lindas y felicidad. Cuando el amor empieza a acabarse y se vuelve insoportable la situación, llega la hora del “parto”. Sin duda, la parte más difícil de estar enamorado es la de desenamorarse. Sacar del corazón (o de donde sea que se meta) a esa otra persona, es un proceso mucho más largo, torturante y doloroso que un parto. Ojalá desenamorarse fuera tan fácil como parir; soportar dolor por unos minutos, pero pujando varias veces se sale ese otro ser del cuerpo. Tener que olvidar es peor. Cambiaría mil veces el dolor que se siente después de haber amado con locura a alguien, por el de un parto o un dolor de muelas, después de todo, el dolor físico hace menos daño que el que nos produce el amor. Siempre he tenido presente que quien ama está condenado a sufrir, pero hay quienes dicen que no es cierto, que también existen personas que se aman hasta la muerte; precisamente, nuestra cultura nos enseñó que la muerte nos debe doler y, por lo tanto, hacernos sufrir.
El mundo sería mucho mejor si no existiera la necesidad de amar. Si lo que se necesita es procrear, se puede hacer sin tener que amar a la otra persona.
Siempre he pensado qué haría si algún día encontrara una lámpara mágica y al frotarla, un genio me concediera un deseo. Creo que le pediría que me permitiera encontrar a ese tal cupido, mirarlo a los ojos y, antes de dispararle en el corazón, decirle “Ya no volverás a causar sufrimiento al mundo”. Es que cupido es lo más inoportuno y desocupado del mundo. Qué necesidad tiene de andar con su arco, flechando corazones y causando dolores y sufrimientos. Pensándolo bien, en vez de matar a cupido, le clavaría una de sus flechas y así le causaría un dolor mayor que si lo mato de una vez; igual, el amor lo va a matar lentamente.
Todo aquel que esté aburrido con la vida y no tenga el valor suficiente para suicidarse, sólo tiene que hacer algo: enamorarse. El fin será el mismo que si se envenena, dispara, o cuelga por el cuello de una cuerda, pero el dolor que causa el amor es mucho más placentero y torturante y podría llevar a amar la muerte, tal como ella nos ama y espera por nosotros.
Eisen Hawer López
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