¿Grupos de limpieza social? ¿Paramilitares? ¿Águilas Negras? ¿Bandidos que se creen con el poder de hacer justicia con sus manos? Como se quieran denominar. Todo mundo sabe que este país está vuelto mierda, pero lo último que necesitamos es más violencia, más balas, más muerte, más llanto…
La Ceja, Antioquia. 31 de agosto de 2009.
Era un lunes como cualquier otro. Los niños salían a estudiar; iba gente a la iglesia a pedirle al fantasma de Jesús por la paz del mundo o favores personales; las personas iban a sus trabajos y el tránsito de las calles era igual al de cualquier lunes en La Ceja. A pesar de ser un día como cualquiera, ese lunes me iba a encontrar frente a frente con la muerte y con la realidad disfrazada de nuestra “hermosa patria”.
Ese día dejé de existir para el mundo, me volví un ser invisible porque me despojaron de la prueba de que existo en este país, mis documentos. Ahora soy un ser que deambula por las calles sin nombre, tipo de sangre, nacionalidad, seguro médico ni estudio alguno; ¿Hasta cuando? Hasta que tenga el dinero para poner el denuncio por la pérdida de papeles, pues denunciar un atraco debe ser en contra de alguien en particular, así que no hay de otra que resignarse a denunciar un “extravío de documentos”.
Pasadas las cinco de la tarde, terminé un parcial de investigación. Sentía un enorme cansancio, estrés y agotamiento, aparte por una mala noticia que había recibido en las horas de la mañana. Una invitación a acampar que me hizo un amigo de la universidad me motivó y me llevó a pensar que iba a poder distraerme y relajarme de todo el cansancio acumulado durante estos días de estudio.
(Omitamos el recorrido) Eran al rededor de las diez de las noche. En el lugar conocido como “El campito de golf” cerca de la antigua Casa Blanca, las llamas de una fogata y la luz de la luna creciente, danzaban al ritmo de música reggae. Una garrafa de vino de cuatro mil refrescaba nuestras gargantas y humedecía nuestras bocas; El cielo se nublaba por momentos con el humo del fuego y el cigarrillo, mientras nos reíamos de las locuras de South Park. En medio de la conversación y la distracción escuchamos unas voces y sólo se veían unas siluetas que nos rodearon y nos apuntaban con revólveres y fusiles.
-¡Quietos hijueputas! Al suelo, al suelo… ¡Que al suelo les dije!
Sonaron dos disparos y todos nos tiramos de bruces al pasto. Uno de los muchachos del campamento había ido con su perrita Zasha. Toda la noche había estado inquieta y antes de que nos rodearan empezó a ladrar; ya los había sentido.
-¡Matá a esa hijueputa perra!-gritó uno de los encapuchados o lo que fueran.
Otro disparo silenció los ladridos de Zasha y en el ambiente sólo había un aire de muerte.
Eran cuatro o cinco hombres con pañoletas a media cara, de ropa oscura, acento costeño campesino marcado y jerga militar. No se identificaron.
-Mire mi lanza, estos son los ladroncitos. Estos son lo que se mantienen robando las casas.
-Claro lanza, matemos a todas estas gonorreas. Por allí treinta y cinco, aquí otros ocho; todos los días hay masacres, una más no importa.
¿Qué piensa uno cuando tiene la muerte a su espalda? Toda la vida pasa como una película por la cabeza en cuestión de segundos.
-¿Qué están haciendo por acá? ¿Dónde tienen lo que se robaron?-preguntaban entre golpes y cachazos a los que estábamos en el suelo.
-¿Qué hacemos mi teniente?
-¡Requíselos a todos! Quítenles los celulares para que no llamen a nadie.
Nos requisaron hasta el último bolsillo. Sacaron nuestros bolsos de la carpa y los esculcaron completamente. Nos despojaron de celulares, candelas, bolsos, billeteras…
- Yo tengo ganas de matar. Estoy enamorado de éste-decía uno de ellos haciendo alusión a uno de mis amigos-.Qué dice mi teniente…
- Dale, yo te lo regalo…
Lo único que alcanzaba a escuchar eran golpes y gritos. Esperaba con impotencia y rabia el retumbar del disparo que le quitaría la vida a uno de nosotros. Si mataban a uno nos mataban a todos.
-Me van a mostrar ya lo que estaban estallando. ¿Están armados? Algo estaban estallando; por eso nos llamaron de las fincas.
-¡No me mirés!-gritaban, y golpeaban bruscamente a quien se atreviera a mover por lo menos un dedo.
-Mirá son puros gronchos. Estos son los que me mantienen jodiendo en el pueblo.
-Claro mi lanza. ¡Si les encontramos algo robado los matamos! A mi me da la misma, hoy tengo ganas es de matar.
Esa fue una esperanza. Habían acabado de condicionar nuestra muerte, que parecía inminente. “Si les encontramos algo robado los matamos”, ninguno de nosotros era un ladrón. Lo que teníamos de comer lo habíamos llevado de nuestras casas, lo mismo que la carpa que era de uno de los muchachos, y el resto de cosas eran objetos personales.
-Mirá lanza, tienen cuadernos. ¿Estaban robando?
La respuesta fue inmediata.
-No pana, eso es de la universidad. Somos estudiantes, el carné está en la billetera-dijo uno de los que estábamos en el suelo.
-¡Que va, eso debe ser robado!-decían. –Me van a decir sus nombres y cómo les dicen.
Nadie se atrevía a responder.
-¡Ve, ese está levantando la cabeza!
-¡Qué estás mirando hijueputa! ¡Es que no la crees!-gritaban, y de un cachazo le reventaron la cabeza al osado que la levantó porque las hormigas le caminaba por toda la cara.
-Metelo a la fogata-dijo uno de ellos-Acá tenemos bastante leña.
Un millón de pensamientos se me cruzaron y pasaban como destellos por mi mente. Pensaba en mi familia, en mi novia, en mis amigos, en el parcial que había presentado en la tarde, en el concierto del lanzamiento del demo de mi banda, en que “qué gonorrea morirme un lunes”,en los Simpsons -e imaginaba a Homero gritando “Ayúdame Jebús”-,en los titulares de las noticias del día siguiente y me lamentaba por las cosas que tenía en mi billetera: mi cédula, el carné universitario, el carné de la EPS, las boletas del concierto, la plata del demo, las fotos de mis amigos, familia y novia, algunas cartas y la figura número uno del álbum de chocolatinas. Sí, eran tantas cosas que se me confundían entre las que me causaban risa, tristeza, dolor y se mezclaban con todas las estupideces que invaden los pensamientos cuando la muerte te seduce y parece que te dijera al oído “Hoy sí te tocó”.
-Mandémoslos en pelota.-dijo uno de ellos, y aunque todos decían “Sí, hágale”, no nos quitaban la ropa.
- No-dijo otro de ellos-mejor mándelos sin cordones, haber si son capaces de correr.
-Déjeles los cordones –respondió el que los otros llamaban “teniente”-necesitamos es que corran.
Llevábamos alrededor de media hora en el suelo, besando la tierra. Cada segundo se hacía más eterno y desesperante. Ya no sabía si iba a morir o si iba a tener que correr desnudo por las calles de mi pueblo, con otros siete amigos.
-¿Quién armó la carpa?-preguntaron.
-¡Yo!-dijo una voz que sonaba entrecortada y como si estuviera a diez metros bajo tierra.
-¡Párese!, la va a desarmar rápido, guárdela como la trajeron que nos vamos a quedar con ella, y por cada minuto que se demore desarmándola es un amigo menos.
“¿Quién morirá primero?”-pensé. Igual no importaba, lo único que esperaba era la hora de estar tranquilo en mi casa, leyendo desprevenidamente, o en el cementerio, devorado lentamente por los gusanos.
De los cuarenta y cinco minutos que habíamos tardado en armar la carpa, sólo dos fueron necesarios para desarmarla. Sin embargo, los ocho seguíamos vivos. La vedad no sabía si alegrarme por estar vivo, porque pensaba que lo único que estaban haciendo era retrasar nuestra muerte.
-¿Por donde vinieron?-preguntaron a quien acababa de desarmar la carpa.
-Por allá-respondió él, señalándoles el camino.
-Entonces se me van a ir para el otro lado. Allá abajo cuadran con el patrón. Van a correr hacia donde está el tizón.
¿Cómo íbamos a saber nosotros hacia donde correr si no podíamos levantar las cabezas?
-Si no tienen nada que esconder les hacemos llegar los papeles a sus casas-dijo uno de ellos.
-En un bolso están todos sus celulares y sus billeteras, si los quieren se los van a ir a pedir al patrón en la finquita de allí abajo, la de la manguita.
¡Obvio! La finca de la manguita, estando boca abajo casi tragando tierra, veíamos la finca claramente. Como se nota todo lo que embrutece un arma entre las manos.
A cuatro de los muchachos les devolvieron las billeteras con sus documentos. A los demás no. Después de mucho rato en el que discutían si nos mataban, desnudaban o llamaban al patrón, se decidieron a dejarnos ir.
-Tiene dos minutos para correr y se me van a ir de a uno.
Cuando señalaron al primero se escuchaban sus pasos tan rápido que por un momento lo perdí. Cuando dijeron “Corran todos”, me paré y noté era el último en salir. Nos recibió una pendiente de unos setenta grados de inclinación por la que corrimos tan rápido que el alma se nos estaba quedando atrás. Cuando empezamos a correr dispararon un par de veces, quizás al aire. Nada nos detuvo en la huida; alambres de púas, charcos, pantanos… todo se volvió un adorno de la noche. Llegamos a una carretera que no sabíamos de donde era.
La escena era terrorífica. El viento soplaba helado. Ya no teníamos aire en los pulmones, todo se veía borroso; los perros de las fincas aledañas aullaban a la luna y unos caballos que habían en unas pesebreras relinchaban y pateaban las puertas como queriendo salir detrás de nosotros.
Llegamos a la carretera principal, la que conduce al municipio de El Retiro, después de la urbanización La Suiza. Nadie decía nada pero en las caras se veía la impotencia de quien es víctima de uno de los tantos actos delictivos de este país pero nada puede hacer. Al llegar a la entrada del barrio Las Acacias, nos dividimos, cuatro para una casa y cuatro para otra. Eran las once de la noche, pero esa noche se hizo realmente larga.
Al otro día, al llegar a mi casa, me sentía incompleto. Y no por el hecho de ya no tener el celular, la correa, el bolso y la billetera; me sentía una parte miserable e inaportante de este mundo insensato y malintencionado.
Las noticias de La Ceja nunca muestran algo así y por eso la comunidad no lo sabe; lo curioso es que muchas de las personas que se enteraron de este hecho, afirmaron que ese “monte”-como si no estuviera en plena zona urbana-es peligroso y que han visto personas raras, con ropas militares y armadas.
Muchas personas están al tanto de eso, sólo que nadie puede decir ni reclamar nada, por que siempre se corre el riesgo de ser silenciado. Además, lo que la actualidad demanda son los problemas con las redes del gas y las mil y una inspecciones que se están haciendo en los establecimientos públicos para evitar la presencia de menores en los sitios donde se expende licor. De eso se ocupan las noticias y los medios del municipio, por eso no hay espacio para que la opinión pública esté al tanto de estos acontecimientos.
Gracias señor alcalde; gracias por permitir una “seguridad privada” cuidando los intereses de los ricos y exponiendo la vida de los que no tenemos para pagar una. ¡Ah! quizá usted no lo sabía, por eso ha de ser que en esa zona nunca hay fuerza pública, ni policía ni ejército. Simples coincidencias, me imagino. Puede seguir preocupándose por el orden del pueblo con sus “eficientes policías” que se sientan en los locales a tomar cerveza, café o gaseosa en sus horas de “guardia”, mientras esos hombres misteriosos que nadie ve y que se ocultan en la noche, nos vigilan sigilosamente a nuestras espaldas. Como siempre, el poder lo tiene quien empuña un arma y mancha sus manos con sangre inocente. De no ser por nuestra apariencia, hubiéramos sido otros de los que ya hacen parte de las listas de falsos positivos. Si de verdad no lo sabía, reflexione sobre lo que está haciendo y cuál es la seguridad que le brinda al pueblo.
El último agradecimiento es para el señor presidente. Gracias por la seguridad del país, gracias por desplazar y disfrazar esas figuras de guerrilla y paramilitares y después darse un pantallazo al mundo pregonando la “gran gestión realizada” ¡Qué sería de este país sin usted! no sería mejor, pero sí podría ser menos peor.
Pero esta historia también tiene un final feliz. El martes primero de septiembre, en las horas de la mañana, Zasha llegó a su casa, herida, pero viva…
Eisen Hawer López Chica
La Ceja, Antioquia. 31 de agosto de 2009.
Era un lunes como cualquier otro. Los niños salían a estudiar; iba gente a la iglesia a pedirle al fantasma de Jesús por la paz del mundo o favores personales; las personas iban a sus trabajos y el tránsito de las calles era igual al de cualquier lunes en La Ceja. A pesar de ser un día como cualquiera, ese lunes me iba a encontrar frente a frente con la muerte y con la realidad disfrazada de nuestra “hermosa patria”.
Ese día dejé de existir para el mundo, me volví un ser invisible porque me despojaron de la prueba de que existo en este país, mis documentos. Ahora soy un ser que deambula por las calles sin nombre, tipo de sangre, nacionalidad, seguro médico ni estudio alguno; ¿Hasta cuando? Hasta que tenga el dinero para poner el denuncio por la pérdida de papeles, pues denunciar un atraco debe ser en contra de alguien en particular, así que no hay de otra que resignarse a denunciar un “extravío de documentos”.
Pasadas las cinco de la tarde, terminé un parcial de investigación. Sentía un enorme cansancio, estrés y agotamiento, aparte por una mala noticia que había recibido en las horas de la mañana. Una invitación a acampar que me hizo un amigo de la universidad me motivó y me llevó a pensar que iba a poder distraerme y relajarme de todo el cansancio acumulado durante estos días de estudio.
(Omitamos el recorrido) Eran al rededor de las diez de las noche. En el lugar conocido como “El campito de golf” cerca de la antigua Casa Blanca, las llamas de una fogata y la luz de la luna creciente, danzaban al ritmo de música reggae. Una garrafa de vino de cuatro mil refrescaba nuestras gargantas y humedecía nuestras bocas; El cielo se nublaba por momentos con el humo del fuego y el cigarrillo, mientras nos reíamos de las locuras de South Park. En medio de la conversación y la distracción escuchamos unas voces y sólo se veían unas siluetas que nos rodearon y nos apuntaban con revólveres y fusiles.
-¡Quietos hijueputas! Al suelo, al suelo… ¡Que al suelo les dije!
Sonaron dos disparos y todos nos tiramos de bruces al pasto. Uno de los muchachos del campamento había ido con su perrita Zasha. Toda la noche había estado inquieta y antes de que nos rodearan empezó a ladrar; ya los había sentido.
-¡Matá a esa hijueputa perra!-gritó uno de los encapuchados o lo que fueran.
Otro disparo silenció los ladridos de Zasha y en el ambiente sólo había un aire de muerte.
Eran cuatro o cinco hombres con pañoletas a media cara, de ropa oscura, acento costeño campesino marcado y jerga militar. No se identificaron.
-Mire mi lanza, estos son los ladroncitos. Estos son lo que se mantienen robando las casas.
-Claro lanza, matemos a todas estas gonorreas. Por allí treinta y cinco, aquí otros ocho; todos los días hay masacres, una más no importa.
¿Qué piensa uno cuando tiene la muerte a su espalda? Toda la vida pasa como una película por la cabeza en cuestión de segundos.
-¿Qué están haciendo por acá? ¿Dónde tienen lo que se robaron?-preguntaban entre golpes y cachazos a los que estábamos en el suelo.
-¿Qué hacemos mi teniente?
-¡Requíselos a todos! Quítenles los celulares para que no llamen a nadie.
Nos requisaron hasta el último bolsillo. Sacaron nuestros bolsos de la carpa y los esculcaron completamente. Nos despojaron de celulares, candelas, bolsos, billeteras…
- Yo tengo ganas de matar. Estoy enamorado de éste-decía uno de ellos haciendo alusión a uno de mis amigos-.Qué dice mi teniente…
- Dale, yo te lo regalo…
Lo único que alcanzaba a escuchar eran golpes y gritos. Esperaba con impotencia y rabia el retumbar del disparo que le quitaría la vida a uno de nosotros. Si mataban a uno nos mataban a todos.
-Me van a mostrar ya lo que estaban estallando. ¿Están armados? Algo estaban estallando; por eso nos llamaron de las fincas.
-¡No me mirés!-gritaban, y golpeaban bruscamente a quien se atreviera a mover por lo menos un dedo.
-Mirá son puros gronchos. Estos son los que me mantienen jodiendo en el pueblo.
-Claro mi lanza. ¡Si les encontramos algo robado los matamos! A mi me da la misma, hoy tengo ganas es de matar.
Esa fue una esperanza. Habían acabado de condicionar nuestra muerte, que parecía inminente. “Si les encontramos algo robado los matamos”, ninguno de nosotros era un ladrón. Lo que teníamos de comer lo habíamos llevado de nuestras casas, lo mismo que la carpa que era de uno de los muchachos, y el resto de cosas eran objetos personales.
-Mirá lanza, tienen cuadernos. ¿Estaban robando?
La respuesta fue inmediata.
-No pana, eso es de la universidad. Somos estudiantes, el carné está en la billetera-dijo uno de los que estábamos en el suelo.
-¡Que va, eso debe ser robado!-decían. –Me van a decir sus nombres y cómo les dicen.
Nadie se atrevía a responder.
-¡Ve, ese está levantando la cabeza!
-¡Qué estás mirando hijueputa! ¡Es que no la crees!-gritaban, y de un cachazo le reventaron la cabeza al osado que la levantó porque las hormigas le caminaba por toda la cara.
-Metelo a la fogata-dijo uno de ellos-Acá tenemos bastante leña.
Un millón de pensamientos se me cruzaron y pasaban como destellos por mi mente. Pensaba en mi familia, en mi novia, en mis amigos, en el parcial que había presentado en la tarde, en el concierto del lanzamiento del demo de mi banda, en que “qué gonorrea morirme un lunes”,en los Simpsons -e imaginaba a Homero gritando “Ayúdame Jebús”-,en los titulares de las noticias del día siguiente y me lamentaba por las cosas que tenía en mi billetera: mi cédula, el carné universitario, el carné de la EPS, las boletas del concierto, la plata del demo, las fotos de mis amigos, familia y novia, algunas cartas y la figura número uno del álbum de chocolatinas. Sí, eran tantas cosas que se me confundían entre las que me causaban risa, tristeza, dolor y se mezclaban con todas las estupideces que invaden los pensamientos cuando la muerte te seduce y parece que te dijera al oído “Hoy sí te tocó”.
-Mandémoslos en pelota.-dijo uno de ellos, y aunque todos decían “Sí, hágale”, no nos quitaban la ropa.
- No-dijo otro de ellos-mejor mándelos sin cordones, haber si son capaces de correr.
-Déjeles los cordones –respondió el que los otros llamaban “teniente”-necesitamos es que corran.
Llevábamos alrededor de media hora en el suelo, besando la tierra. Cada segundo se hacía más eterno y desesperante. Ya no sabía si iba a morir o si iba a tener que correr desnudo por las calles de mi pueblo, con otros siete amigos.
-¿Quién armó la carpa?-preguntaron.
-¡Yo!-dijo una voz que sonaba entrecortada y como si estuviera a diez metros bajo tierra.
-¡Párese!, la va a desarmar rápido, guárdela como la trajeron que nos vamos a quedar con ella, y por cada minuto que se demore desarmándola es un amigo menos.
“¿Quién morirá primero?”-pensé. Igual no importaba, lo único que esperaba era la hora de estar tranquilo en mi casa, leyendo desprevenidamente, o en el cementerio, devorado lentamente por los gusanos.
De los cuarenta y cinco minutos que habíamos tardado en armar la carpa, sólo dos fueron necesarios para desarmarla. Sin embargo, los ocho seguíamos vivos. La vedad no sabía si alegrarme por estar vivo, porque pensaba que lo único que estaban haciendo era retrasar nuestra muerte.
-¿Por donde vinieron?-preguntaron a quien acababa de desarmar la carpa.
-Por allá-respondió él, señalándoles el camino.
-Entonces se me van a ir para el otro lado. Allá abajo cuadran con el patrón. Van a correr hacia donde está el tizón.
¿Cómo íbamos a saber nosotros hacia donde correr si no podíamos levantar las cabezas?
-Si no tienen nada que esconder les hacemos llegar los papeles a sus casas-dijo uno de ellos.
-En un bolso están todos sus celulares y sus billeteras, si los quieren se los van a ir a pedir al patrón en la finquita de allí abajo, la de la manguita.
¡Obvio! La finca de la manguita, estando boca abajo casi tragando tierra, veíamos la finca claramente. Como se nota todo lo que embrutece un arma entre las manos.
A cuatro de los muchachos les devolvieron las billeteras con sus documentos. A los demás no. Después de mucho rato en el que discutían si nos mataban, desnudaban o llamaban al patrón, se decidieron a dejarnos ir.
-Tiene dos minutos para correr y se me van a ir de a uno.
Cuando señalaron al primero se escuchaban sus pasos tan rápido que por un momento lo perdí. Cuando dijeron “Corran todos”, me paré y noté era el último en salir. Nos recibió una pendiente de unos setenta grados de inclinación por la que corrimos tan rápido que el alma se nos estaba quedando atrás. Cuando empezamos a correr dispararon un par de veces, quizás al aire. Nada nos detuvo en la huida; alambres de púas, charcos, pantanos… todo se volvió un adorno de la noche. Llegamos a una carretera que no sabíamos de donde era.
La escena era terrorífica. El viento soplaba helado. Ya no teníamos aire en los pulmones, todo se veía borroso; los perros de las fincas aledañas aullaban a la luna y unos caballos que habían en unas pesebreras relinchaban y pateaban las puertas como queriendo salir detrás de nosotros.
Llegamos a la carretera principal, la que conduce al municipio de El Retiro, después de la urbanización La Suiza. Nadie decía nada pero en las caras se veía la impotencia de quien es víctima de uno de los tantos actos delictivos de este país pero nada puede hacer. Al llegar a la entrada del barrio Las Acacias, nos dividimos, cuatro para una casa y cuatro para otra. Eran las once de la noche, pero esa noche se hizo realmente larga.
Al otro día, al llegar a mi casa, me sentía incompleto. Y no por el hecho de ya no tener el celular, la correa, el bolso y la billetera; me sentía una parte miserable e inaportante de este mundo insensato y malintencionado.
Las noticias de La Ceja nunca muestran algo así y por eso la comunidad no lo sabe; lo curioso es que muchas de las personas que se enteraron de este hecho, afirmaron que ese “monte”-como si no estuviera en plena zona urbana-es peligroso y que han visto personas raras, con ropas militares y armadas.
Muchas personas están al tanto de eso, sólo que nadie puede decir ni reclamar nada, por que siempre se corre el riesgo de ser silenciado. Además, lo que la actualidad demanda son los problemas con las redes del gas y las mil y una inspecciones que se están haciendo en los establecimientos públicos para evitar la presencia de menores en los sitios donde se expende licor. De eso se ocupan las noticias y los medios del municipio, por eso no hay espacio para que la opinión pública esté al tanto de estos acontecimientos.
Gracias señor alcalde; gracias por permitir una “seguridad privada” cuidando los intereses de los ricos y exponiendo la vida de los que no tenemos para pagar una. ¡Ah! quizá usted no lo sabía, por eso ha de ser que en esa zona nunca hay fuerza pública, ni policía ni ejército. Simples coincidencias, me imagino. Puede seguir preocupándose por el orden del pueblo con sus “eficientes policías” que se sientan en los locales a tomar cerveza, café o gaseosa en sus horas de “guardia”, mientras esos hombres misteriosos que nadie ve y que se ocultan en la noche, nos vigilan sigilosamente a nuestras espaldas. Como siempre, el poder lo tiene quien empuña un arma y mancha sus manos con sangre inocente. De no ser por nuestra apariencia, hubiéramos sido otros de los que ya hacen parte de las listas de falsos positivos. Si de verdad no lo sabía, reflexione sobre lo que está haciendo y cuál es la seguridad que le brinda al pueblo.
El último agradecimiento es para el señor presidente. Gracias por la seguridad del país, gracias por desplazar y disfrazar esas figuras de guerrilla y paramilitares y después darse un pantallazo al mundo pregonando la “gran gestión realizada” ¡Qué sería de este país sin usted! no sería mejor, pero sí podría ser menos peor.
Pero esta historia también tiene un final feliz. El martes primero de septiembre, en las horas de la mañana, Zasha llegó a su casa, herida, pero viva…
Eisen Hawer López Chica
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